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La salud mental del migrante, la frontera más cruel e invisible

  • Foto del escritor: Cicuta Noticias
    Cicuta Noticias
  • hace 6 horas
  • 3 Min. de lectura

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Por Daniel Lee Vargas

Ciudad de México 12 de septiembre 2025.- Migrar es mucho más que un desplazamiento físico: es atravesar una frontera que no se ve, pero que pesa. Esa frontera invisible es la salud mental. Un territorio donde los muros no son de concreto, sino de tristeza, ansiedad, racismo y desarraigo. Donde la precariedad laboral y el miedo a la deportación se convierten en cárceles interiores.

La reciente obra La salud mental en el contexto democrático de los derechos humanos —coordinada por Edgar Pérez González, Celia Cecilia Guerra Urbiola e Izarelly Rosillo Pantoja y publicada por el Consejo de Ciencia y Tecnología del Estado de Querétaro (2025)— lo deja claro: la salud mental no es un asunto exclusivamente clínico, es un asunto político. Y cuando hablamos de migración, estamos frente a una herida estructural que se abre en cada paso de quienes dejan atrás un hogar para sobrevivir en otro.

Como advierte la Dra. Celia Cecilia Guerra, reducir la salud mental a diagnósticos es negarse a ver la violencia que la provoca. La depresión, el insomnio, los ataques de pánico que atraviesan a los migrantes no surgen en el vacío; son respuestas humanas a sistemas que los despojan de certezas, de pertenencia, de derechos. El cuerpo migra, pero el alma queda suspendida, atrapada entre el aquí y el allá.

El enfoque biopolítico de la obra desnuda la paradoja: los Estados que necesitan mano de obra migrante son los mismos que la invisibilizan, que niegan servicios básicos y que tratan la salud mental como un lujo. El migrante es útil mientras produce, prescindible cuando enferma. Es un trabajador explotable, no un ciudadano digno de cuidados.

Los autores Javier Rascado Pérez y Rodrigo Chávez Fierro lo formulan con crudeza: el derecho a la salud mental implica autodeterminación y no discriminación. Pero ¿cómo hablar de consentimiento informado a quien vive en las sombras, sin papeles, sin acceso a un hospital, sin posibilidad de alzar la voz?

El duelo migratorio tampoco tiene espacio para rituales. Es un dolor que no se entierra ni se llora: madres que despiden hijos sin saber si volverán, niños que crecen sin padres, comunidades que se vacían de futuro. La migración produce heridas colectivas que ni las estadísticas ni las remesas alcanzan a cubrir.

El gran riesgo es seguir patologizando el sufrimiento, medicalizando lo que en realidad es producto de estructuras de exclusión y desigualdad. La salud mental de los migrantes no necesita solo médicos, necesita políticas públicas, acuerdos internacionales y, sobre todo, voluntad de reconocerlos como sujetos plenos de derechos.

Allí donde falla el Estado, las comunidades migrantes han sabido sostenerse: en la palabra compartida, en el fogón que reconecta con la tierra, en los saberes ancestrales que recuerdan que la identidad no muere con el exilio. Son formas de resistencia frente al abandono institucional.

La salud mental del migrante es el espejo más incómodo de nuestro tiempo. Nos recuerda que la globalización celebra la libre circulación de mercancías, pero criminaliza la circulación de personas. Nos confronta con la hipocresía de democracias que hablan de derechos humanos mientras convierten en invisibles a quienes cargan el mundo en la espalda.

No se trata de curar la tristeza migrante, sino de reconocer su raíz: la injusticia. Y esa es la frontera que los Estados siguen sin querer cruzar.

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