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El 62 % que ya no cree en su gobierno

  • Foto del escritor: Cicuta Noticias
    Cicuta Noticias
  • hace 4 horas
  • 4 Min. de lectura

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Por Daniel Lee Vargas

Ciudad de México, 26 de octubre 2025.- Estados Unidos enfrenta un dilema histórico: o reencuentra su rumbo como democracia plural, abierta y basada en el Estado de derecho, o se hunde en la paradoja de ser una potencia global que se auto devora en nombre del control. El 62 % de su población lo percibe con claridad: el país más poderoso del mundo está atrapado en su propia maquinaria de miedo. Y si no corrige a tiempo, el daño no sólo será moral o humanitario: será la pérdida definitiva de su legitimidad ante los ojos del mundo.

Hablemos de ese 62 % de desaprobación: No se trata sólo de un indicador de descontento, es el síntoma más visible de una fractura estructural en la narrativa del poder estadounidense.

La encuesta del Instituto de Investigación de Religión Pública (PRRI) muestra que la mayoría de la población ya no confía en el rumbo de su gobierno, ni en la eficacia de un sistema que ha reemplazado el bienestar colectivo por la ansiedad del consumo, la seguridad por el miedo y la prosperidad por el castigo. 

Este malestar no proviene únicamente del aumento de los precios o del deterioro del poder adquisitivo. Lo que emerge detrás de las cifras es un sentimiento de agotamiento: la percepción de que el sistema político y económico ha dejado de servir a la mayoría.

Mientras las corporaciones multiplican ganancias y las élites financieras acumulan fortunas récord, millones de familias estadounidenses enfrentan un escenario cotidiano de deuda, sobreprecio de la vivienda y precariedad laboral. La “dirección incorrecta” que perciben los ciudadanos no es otra que la de un país que se endurece hacia afuera mientras se desmorona hacia adentro. 

Paradójicamente, sólo cuatro de cada diez estadounidenses colocan la migración entre los principales problemas nacionales. Ese dato tira uno de los grandes mitos políticos de la última década: que el miedo al migrante es el eje del malestar social.

En realidad, la población no se siente más insegura por quienes llegan, sino más insatisfecha por lo que el Estado deja de garantizar. Lo que la encuesta revela es que el supuesto “enemigo externo” ha sido un instrumento narrativo, una distracción frente al verdadero problema estructural: el agotamiento del modelo económico y la pérdida de legitimidad de las instituciones. 

Sin embargo, el actual gobierno —y buena parte del aparato político estadounidense, tanto republicano como demócrata— ha decidido convertir ese descontento en capital político, apostando por un discurso de fuerza y control. Se ha reactivado la lógica de la militarización fronteriza, la detención masiva y la deportación exprés como respuesta simbólica a un electorado frustrado. Lo que se presenta como “seguridad nacional” o “reordenamiento migratorio” no es otra cosa que la industrialización del castigo, la consolidación de un aparato de confinamiento permanente para gestionar la movilidad humana. 

Canalizar más de diez mil millones de dólares en la ampliación de la infraestructura de detención —incluyendo la participación de la Marina para acelerar contratos y obras civiles— no es una medida técnica: es una decisión política de fondo. Convertir a las Fuerzas Armadas en brazo constructor de centros de detención es militarizar la gestión migratoria y normalizar la excepcionalidad como método de gobierno. Es el paso final hacia un modelo donde la detención se convierte en rutina administrativa y la deportación en industria.

Ese proceso no ocurre en el vacío, responde a un ecosistema de intereses. La expansión de la red de detención beneficia a contratistas privados, corporaciones de seguridad, proveedores de servicios médicos y alimentarios, firmas constructoras y consultoras que operan bajo contratos de emergencia. La migración irregular se convierte así en un negocio estable y rentable.

Cada nueva ola de detenciones, cada instalación ampliada, significa más recursos públicos canalizados a empresas que lucran con la desesperación y el desarraigo. En este sentido, la “crisis migratoria” deja de ser un problema a resolver para transformarse en un mercado a sostener. 

Pero el costo real de estas políticas no se mide en dólares, sino en vidas. Las deportaciones masivas fracturan familias, destruyen proyectos laborales y reproducen ciclos de violencia.

Para los migrantes mexicanos y centroamericanos, ser expulsados de Estados Unidos no significa regresar al origen, sino reinsertarse en contextos de riesgo, pobreza o criminalidad. El trauma del desplazamiento forzado se prolonga y multiplica en ambos lados de la frontera. El discurso oficial de “orden” encubre así un sistema que produce vulnerabilidad y sufrimiento como subproducto inevitable de su funcionamiento. 

El problema, además, trasciende lo migratorio: es un síntoma del vaciamiento democrático de las instituciones estadounidenses. El uso discrecional de fondos, los contratos sin competencia y la opacidad presupuestal reducen los controles públicos y erosionan la confianza social. Cuando el Estado se acostumbra a gobernar por decreto de emergencia, a legislar por excepción y a administrar la desigualdad con uniformes y vallas, la frontera deja de ser un territorio físico y se convierte en un modelo de gobierno exportable al interior del país. 

En este contexto, la cifra del 62 % de desaprobación no sólo refleja frustración económica, sino el reconocimiento de que la promesa estadounidense se ha vaciado de contenido. El sueño americano ya no simboliza movilidad social, sino contención y vigilancia. Lo que se anuncia como “recuperar América” ha terminado siendo el retorno a un orden autoritario que criminaliza la pobreza y gestiona la desigualdad como si fuera un problema de seguridad nacional. 

Frente a este escenario, la respuesta no puede limitarse a la denuncia moral. Es necesario imponer límites normativos y transparentar cada gasto en infraestructura migratoria; garantizar el debido proceso y la defensa legal de toda persona bajo custodia; y, sobre todo, desmilitarizar la gestión de la movilidad humana. La migración no puede seguir tratándose como delito ni como mercancía política.  Bueno, al menos así lo pienso...

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