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El “WRAP”, la normalización del dolor que institucionaliza Estados Unidos

  • Foto del escritor: Cicuta Noticias
    Cicuta Noticias
  • 16 oct
  • 4 Min. de lectura

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Por Daniel Lee Vargas

Ciudad de México, 16 de octubre 2025.- En los vuelos de deportación desde Estados Unidos, la violencia ya no necesita uniformes ni armas. Tiene nombre técnico y apariencia de protocolo: se llama WRAP, un traje de inmovilización total que, bajo el argumento de la “seguridad”, reduce a seres humanos a cuerpos amarrados, incapaces de moverse, hablar o siquiera respirar con libertad. Suena a medida médica o de emergencia. En realidad, es una forma de castigo.

El Dispositivo de Restricción Total WRAP, utilizado por el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE), ha sido denunciado como instrumento de tortura moderna.

Conocido entre agentes como “el burrito” o “la bolsa”, su uso se ha normalizado en vuelos de deportación, donde los migrantes son amarrados durante horas —a veces más de 10 o 16— en posiciones que pueden causar asfixia, fracturas o daño neurológico.

No son rumores: la agencia de noticias AP documentó múltiples casos en 2025. Un ciudadano nigeriano, deportado en un vuelo rumbo a Ghana, relató cómo fue sacado de su celda a la fuerza, esposado, amarrado y subido a un avión sin saber siquiera a qué país lo enviaban. “Fue como un secuestro”, declaró. Otros migrantes de El Salvador, México y Cabo Verde han descrito experiencias similares, acompañadas de golpes, lesiones graves e incluso pérdida del conocimiento.

El Departamento de Seguridad Nacional (DHS) intenta justificar la práctica. Su portavoz, Tricia McLaughlin, asegura que “el uso del WRAP cumple con los estándares legales establecidos”. Pero el argumento es tan frágil como inhumano: nada que inmovilice completamente a una persona durante 10 o 16 horas puede considerarse compatible con los derechos humanos.

Detrás de esa retórica de “seguridad” se oculta una realidad inquietante: el WRAP no es una innovación reciente. Su compra comenzó bajo Barack Obama en 2015, pero su despliegue masivo se dio durante la administración de Donald Trump, que gastó más del 90% de los fondos asignados al programa. En otras palabras, su institucionalización ha sobrevivido a ambos partidos, confirmando que el aparato de deportación estadounidense trasciende colores políticos.

¿De qué sirve hablar de “protocolos legales” si estos violan la dignidad humana más básica? ¿Qué tipo de democracia mantiene prácticas que, de ocurrir en otro país, Washington denunciaría como tortura? El uso del WRAP representa el punto más bajo del sistema migratorio estadounidense: la normalización del dolor, la deshumanización convertida en trámite.

Los migrantes no son delincuentes peligrosos ni amenazas para la seguridad nacional. Son trabajadores, padres, hijas, refugiados. Sin embargo, Estados Unidos los está atando literalmente, como si la deportación no bastara y hubiera que humillarlos en el proceso.

Las denuncias exigen algo más que comunicados oficiales: exigen rendición de cuentas, supervisión médica independiente y la prohibición inmediata del WRAP en cualquier contexto migratorio. Porque cada vez que un cuerpo migrante es amarrado con ese traje, no solo se violenta una persona: se anuda, con cinchos de nailon y silencio institucional, la credibilidad moral de todo un país.

La capital del sueño americano, convertida en zona de persecución

Mientras esto ocurre, uno de los focos de atención y preocupación se da en la ciudad de Los Angeles. Así es estimado lector. El condado más poblado de Estados Unidos ha tenido que declararse en estado de emergencia local. No por un desastre natural ni una crisis sanitaria, sino por algo más profundo y vergonzoso: las redadas migratorias del gobierno federal.

La decisión del Consejo de Supervisores del Condado de Los Ángeles, aprobada con cuatro votos a favor y uno en contra, marca un punto de quiebre en la relación entre las autoridades locales y Washington. Es la primera vez que una metrópoli de esta magnitud reconoce oficialmente que las políticas federales contra los migrantes están desestabilizando su economía, su tejido social y su vida cotidiana.

Las cifras lo explican todo. Más de 5,000 arrestos solo en agosto, barrios enteros en silencio, negocios cerrados y familias que no se atreven a salir a trabajar por miedo a ser detenidas. Las calles donde se celebraba el 4 de julio se convirtieron en zonas de persecución. En un condado donde uno de cada tres habitantes nació en el extranjero, la política de “tolerancia cero” del ICE se ha transformado en una campaña de terror.

La supervisora Lindsey Horvath, impulsora de la moción, advirtió que las redadas están provocando una crisis de vivienda: familias sin ingresos, arrendatarios en riesgo de desalojo y pequeñas empresas paralizadas. El estado de emergencia permitirá canalizar fondos para asistencia legal, apoyo al pago de renta y protección contra desalojos, medidas que buscan contener un daño ya visible en cada vecindario.

Las autoridades locales han sido claras, esta no es solo una respuesta administrativa, es una denuncia política y moral. Mientras el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE) patrulla las calles con operativos masivos, Los Ángeles intenta proteger a quienes sostienen su economía —los trabajadores migrantes—, muchos de ellos indocumentados, invisibles y ahora también aterrados.

El contraste con la narrativa federal es brutal. Mientras el gobierno en Washington habla de “seguridad”, en Los Ángeles los hospitales atienden a niños con ansiedad, los mercados pierden proveedores, y las iglesias se han convertido en refugios improvisados. El miedo se ha vuelto un factor económico.

La proclamación de emergencia busca frenar el colapso antes de que sea irreversible, pero también pone en evidencia la fractura entre la política migratoria nacional y la realidad humana de las ciudades. Los Ángeles no solo pide ayuda: está señalando al sistema federal como el origen del daño.

Porque cuando una ciudad debe declarar el estado de emergencia para proteger a sus propios habitantes de las redadas de su propio país, ya no se trata de política migratoria.

Se trata de una emergencia moral.

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