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EU se cierra, la factura social, económica y moral de una política de exclusión

  • Foto del escritor: Cicuta Noticias
    Cicuta Noticias
  • hace 20 horas
  • 3 Min. de lectura

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Por Daniel Lee Vargas

Ciudad de México 30 Diciembre 2025.- Tras un año de que Donald Trump relanzara una política migratoria de mano dura, los efectos ya no son abstractos ni estadísticos: se sienten en las obras inconclusas, en los hospitales sin personal, en las aulas medio vacías y en comunidades enteras que comienzan a apagarse. Estados Unidos no solo está endureciendo su frontera; está desmantelando silenciosamente una de las columnas que sostuvo su crecimiento económico, su vitalidad social y su proyección global durante más de un siglo: la inmigración.

El país que durante décadas se presentó como “tierra de oportunidades” hoy reduce drásticamente las vías legales de entrada, eleva de forma prohibitiva las tarifas migratorias, cancela programas temporales y acelera expulsiones masivas. El resultado es una economía tensionada, comunidades fracturadas y una narrativa nacional cada vez más parecida a los episodios más oscuros del nativismo estadounidense.

Los datos son claros. La inmigración neta ha caído a alrededor de 450 mil personas al año, muy por debajo de los dos o tres millones que ingresaron anualmente durante el gobierno de Joe Biden. Aunque el porcentaje de población nacida en el extranjero alcanzó en 2024 un máximo histórico de 14.8 por ciento —similar al de 1890—, la Casa Blanca no oculta su aspiración: regresar a un modelo similar al de la década de 1920, cuando las leyes raciales y excluyentes redujeron la inmigración neta prácticamente a cero.

Ese precedente histórico no es casual. Stephen Miller, arquitecto ideológico de la política migratoria trumpista, ha elogiado abiertamente ese periodo como la última etapa en la que Estados Unidos fue una “superpotencia indiscutible”. El problema es que esa lectura omite costos profundos y duraderos: estancamiento demográfico, contracción económica, pérdida de talento y fracturas sociales que tardaron décadas en corregirse.

Hoy, esos costos ya son visibles. En Luisiana faltan carpinteros; en Virginia Occidental los hospitales no logran cubrir vacantes de médicos y enfermeras; en Memphis, ligas infantiles desaparecen porque las familias migrantes han dejado de salir de casa. En ciudades medianas como Marshalltown, Iowa, donde casi una quinta parte de la población nació fuera de Estados Unidos, la vida comunitaria se retrae: festivales con menos asistentes, niños retirados de la escuela por miedo a redadas, trabajadores clave que desaparecen tras recibir notificaciones de deportación.

Durante años, estas comunidades apostaron por la migración como estrategia de supervivencia frente al envejecimiento poblacional y la fuga de jóvenes. Restaurantes, iglesias, fábricas, granjas y hospitales se sostuvieron gracias a trabajadores extranjeros. Hoy, la inseguridad jurídica de esos mismos migrantes se convierte en un factor de inestabilidad generalizada que afecta también a ciudadanos estadounidenses.

El impacto económico tampoco se limita a la mano de obra poco calificada, como suele afirmarse desde el discurso oficial. Casi la mitad de los migrantes que llegaron legalmente entre 2018 y 2022 tenían estudios universitarios. Un tercio de los médicos en estados como Virginia Occidental se formaron en el extranjero. Casi la mitad de las empresas de la lista Fortune 500 fueron fundadas por migrantes o hijos de migrantes. Restringir su entrada no “protege” la economía: la encoge, la vuelve menos innovadora y menos competitiva.

La historia vuelve a ofrecer una advertencia. Tras las leyes migratorias de 1924, los salarios subieron brevemente en algunos sectores, pero el efecto fue efímero. Los empresarios buscaron otras fuentes de mano de obra, automatizaron procesos o trasladaron operaciones. En sectores intensivos en trabajo humano —agricultura, salud, cuidados, servicios—, la contracción fue profunda. Estudios sobre las deportaciones masivas de mexicanos en los años treinta muestran incluso un aumento del desempleo y una caída salarial para los trabajadores nacidos en Estados Unidos.

Hoy, pese al avance de la inteligencia artificial y la robótica, hay límites evidentes. No se puede automatizar un parto, el cuidado de un anciano o la cosecha de ciertos cultivos. Sin embargo, las políticas actuales empujan a miles de trabajadores hacia la informalidad, el exilio forzado o el abandono de comunidades que dependen de ellos. El resultado no es orden, sino precarización y desarraigo.

Más allá de la economía, hay un daño menos tangible pero igual de grave: el deterioro de la imagen de Estados Unidos como sociedad abierta. Empresarios, universidades y emprendedores advierten que el país está “empañando su marca”. El talento global —estudiantes, científicos, innovadores— empieza a mirar hacia Canadá, Europa o Australia. Recuperar esa confianza, si algún día se intenta, requerirá algo más que un cambio de leyes: demandará una reconstrucción moral.

“Este es solo el primer año”, advierte un concejal en Lancaster, Pensilvania, ciudad cuyo crecimiento depende casi exclusivamente de migrantes. La pregunta que queda flotando no es retórica ni ideológica: ¿cuál es el futuro de un país que decide cerrarse cuando más necesita manos, talento y comunidad?

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