Corrido para los niños invisibles
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Por Daniel Lee Vargas
Cuando la música grita lo que la política calla
Ciudad de México 9 Diciembre 2025.- Hay un México que no sale en los discursos oficiales: el México que se mueve a pie, en silencio, con la mirada baja y una mochila que pesa más que la propia infancia. Ese México lo encarnan los 18,000 niños y adolescentes que cada año atraviesan el país sin un adulto, cruzando selvas, ríos, desiertos y retenes que los tratan como amenazas en lugar de tratarlos como lo que son: niños en peligro extremo. Pero ahora, desde un rincón inesperado, surge una forma de resistencia suave pero implacable: el corrido.
Durante décadas, este género musical ha sido refugio de los sectores marginados: campesinos, jornaleros, migrantes, trabajadores que se rompen el cuerpo cargando un país que rara vez los reconoce. Hoy, el corrido se transforma otra vez y abre espacio a quienes ni siquiera tienen derecho a ser nombrados: los niños migrantes invisibles.
Invisibles para las instituciones, invisibles para los presupuestos, invisibles para los políticos que posan en las fronteras pero jamás escuchan lo que estas infancias —aisladas, traumatizadas, valientes— podrían decir si se les diera un micrófono.
Ese micrófono lo está ofreciendo Emilio Lom, escritor guerrerense, quien decidió que la mejor forma de denunciar es permitiendo que los niños hablen desde sus propias palabras. Su proyecto, Cancionero para niños invisibles, no es una colección de melodías: es un acto político.
Lom toma títulos de juegos infantiles —“Tim Marín”, “Doña Blanca”— para recordarnos que detrás de cada canción hay un menor que dejó de jugar demasiado pronto. Su obra no romantiza el dolor: lo ilumina. Y al iluminarlo, incomoda.
La música que acompaña Violeta Durán, con su guitarra que parece respirar con cada historia, convierte cada lectura en un ritual íntimo. No es un espectáculo: es un espejo. El público no sólo escucha; reconoce. Entiende. Siente la memoria de miles de niños que, mientras en un escenario se rasga una cuerda, en la frontera sur se agarran de un vagón, de una cuerda real, de la vida que se les escapa o que intentan salvar.
Pero el cancionero no es sólo arte: es un acto de denuncia internacional. En un mundo donde la narrativa migratoria se contamina con términos como invasión, riesgo, amenaza, resulta intolerable que quienes más sufren —los niños— sean reducidos a estadísticas. Hablar de 18,000 menores solos debería ser suficiente para paralizar a cualquier gobierno, para desatar una acción coordinada que priorice su seguridad. Pero no sucede. Los corridos se convierten, entonces, en la voz que el Estado no quiere escuchar.
Esta iniciativa no sólo expone heridas: exige una respuesta. Nos recuerda que los niños migrantes no son un “tema”; son personas con sueños, con duelos, con nombres que no deberían desaparecer en una ruta de tráfico, extorsión o indiferencia institucional. La música nos deja sin excusas. Si una guitarra puede humanizar lo que las políticas deshumanizan, ¿qué estamos esperando?
El Cancionero para niños invisibles nos lanza una advertencia: si la sociedad no escucha, estos niños seguirán hablándonos desde el silencio de las estadísticas y las morgues, desde las estaciones migratorias donde se apagan esperanzas, desde los puentes donde duermen a la intemperie.
Por eso este proyecto no debe verse como una curiosidad cultural. Es un llamado urgente. Una invitación a reconocer que la música —ese lenguaje que no necesita pasaporte— se está convirtiendo en la herramienta más poderosa para decir lo que muchos funcionarios prefieren negar.
Porque cuando un país obliga a sus niños a convertir su historia en un corrido, ese país tiene una deuda moral gigantesca. Y porque mientras ellos cantan para no desaparecer, nosotros tenemos la obligación —ética, ciudadana, humana— de escucharlos para que nunca vuelvan a ser invisibles. Hasta la próxima...
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