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Niños con el nombre escrito en el brazo, la frontera que nos duele

  • Foto del escritor: Cicuta Noticias
    Cicuta Noticias
  • hace 13 horas
  • 4 Min. de lectura

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Por Daniel Lee Vargas

Ciudad de México, 12 de noviembre 2025.- Hay imágenes que desarman cualquier discurso oficial. Un niño de dos años con el nombre de su contacto escrito en el brazo. Su hermano de seis con un papelito atado al cinturón, donde se lee un número telefónico y una dirección en Texas. Los dejaron solos en el desierto de Arizona, a diez metros del otro lado, esperando —porque eso les dijo el “coyote”— que alguien los encontrara. Y los encontró la Patrulla Fronteriza.

Esa escena, documentada recientemente por la periodista Hérika Martínez Prado en la frontera de Sonora y Arizona, condensa el drama más crudo de la migración infantil: la soledad absoluta como método de supervivencia. Son niños con instrucciones escritas en la piel, enviados al país más poderoso del mundo sin más acompañamiento que la fe de sus padres en que alguien, del otro lado, los rescatará.

Según datos de la Patrulla Fronteriza del Sector Tucson, cada semana se localizan al menos 10 menores en esa condición: algunos de meses de edad, otros de tres, seis o nueve años, dejados en el desierto por traficantes que los introducen unos metros a Estados Unidos y regresan al otro lado para no ser detenidos.

En lo que va del actual ciclo fiscal —del 1 de octubre a la fecha del reporte— de 1,770 migrantes irregulares encontrados, 155 eran niños. Hace dos años, los agentes encontraban hasta 100 menores por semana; hoy, aunque el número ha bajado, la mayoría son mexicanos, no centroamericanos.

Esa proporción revela un giro doloroso: la migración infantil mexicana ya no es solo un eco del tránsito centroamericano, sino una consecuencia directa de nuestras propias carencias estructurales.

En la frontera sur y norte, México se ha vuelto exportador y guardián de su propia infancia migrante. Lo que hace dos décadas era un fenómeno marginal —niños acompañando a adultos en busca de reunificación familiar— hoy es una expresión desesperada de pobreza, violencia, desintegración comunitaria y ruptura institucional.

Detrás de cada niño con un número escrito en el brazo hay un país que no supo garantizarle una escuela segura, un plato diario de comida o un futuro en su tierra. Son los hijos de jornaleros desplazados, de madres solas que migran a maquilas, de familias expulsadas por la violencia o por la falta de oportunidades.

Y en el desierto, esa desprotección se vuelve física. Se convierte en piel marcada.

En 2024, más de 111 mil menores no acompañados fueron detenidos por autoridades estadounidenses, la mayoría provenientes de México y Centroamérica. La tendencia revela no solo la magnitud del fenómeno, sino la incapacidad de los Estados de origen y destino para construir una red efectiva de protección.

México, que presume su “diplomacia protectora” como un modelo consular, no ha logrado traducir esa bandera en asistencia jurídica y humanitaria suficiente para los menores detenidos o deportados desde Estados Unidos.

Los consulados, desbordados, operan con recursos limitados y sin protocolos claros de acompañamiento psicológico o legal para niños repatriados. Las historias de menores devueltos a comunidades sin seguimiento, sin atención médica, sin rastreo posterior, son la evidencia de un sistema que no protege, sino administra tragedias.

Los niños no acompañados enfrentan una triple ausencia: del Estado mexicano que los expulsa sin alternativas, del Estado estadounidense que los detiene sin garantizar siempre una defensa legal, y de una región incapaz de articular una política humanitaria.

En 2025, las organizaciones civiles alertan sobre recortes en los programas de asistencia legal a menores en Estados Unidos, lo que aumenta el riesgo de deportaciones sumarias sin representación. El interés superior del niño, piedra angular del derecho internacional, se diluye entre expedientes y austeridad.

Del lado mexicano, las instituciones de protección infantil carecen de personal y coordinación interestatal. Las casas del migrante y albergues civiles hacen lo que deberían hacer las autoridades: acoger, curar, orientar, devolver la dignidad.

Pero mientras tanto, en los caminos de Altar, Nogales o Sasabe, los coyotes siguen cobrando miles de dólares por dejar niños en medio del desierto con una instrucción escrita en la piel. Esa imagen, por sí sola, es un diagnóstico moral del fracaso compartido.

México no puede seguir hablando de “diplomacia protectora” si su infancia cruza la frontera marcada con plumón. No puede seguir firmando acuerdos regionales sin destinar recursos reales para prevención, educación y reintegración. No puede mirar hacia otro lado cuando la niñez migrante mexicana representa ya uno de los grupos más vulnerables y olvidados de la región.

Las soluciones no son sencillas, pero sí urgentes:

Prevención en origen, con inversión educativa y social real en comunidades expulsoras.

Protocolos binacionales que garanticen identificación, representación legal y seguimiento de cada menor.

Red consular especializada en protección infantil, con presupuesto propio y rendición de cuentas.

Reparación del daño para quienes fueron víctimas de negligencia o violencia institucional durante su tránsito o detención.

No hay frontera que justifique la renuncia al deber de proteger. Cada niño que cruza con un nombre en el brazo es un mensaje directo al Estado mexicano: nos fallaron.

Y mientras esas marcas sigan apareciendo sobre la piel de nuestros niños, la diplomacia protectora seguirá siendo una promesa rota, escrita también con tinta que no se borra.

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